He cerrado la puerta de mi estudio y me he recluído con mis personajes. Durante casi sesenta años he escuchado a hurtadillas y con total impunidad las vidas de seres imaginarios. He mirado descaradamente en corazones y retretes. Me he arrimado a sus hombros para seguir el movimiento de plumas que escribían cartas de amor, testamentos y confesiones. He observado a enamorados amarse, a asesinos matar, a niños jugar con la imaginación. Cárceles y burdeles me han abierto sus puertas; galeones y caravanas de camellos han cruzado mares y desiertos conmigo; siglos y continentes se han esfumado a mi antojo. He espiado las fechorías de los poderosos y he sido testigo de la nobleza de los sumisos. Tanto me he inclinado sobre esas personas que dormían en sus lechos que es posible que hayan notado mi aliento en sus caras. He visto sus sueños.
Mi estudio está abarrotado de personajes que están esperando a ser escritos. Personas imaginarias, deseosas de una vida, que me tiran de la manga, gritando: "¡Ahora yo!¡Venga!¡Me toca a mí!". Tengo que elegir. Y en cuanto ya he elegido, el resto calla durante diez meses o un año, hasta que llego al final de una historia y el clamor se reanuda.
Mi estudio está abarrotado de personajes que están esperando a ser escritos. Personas imaginarias, deseosas de una vida, que me tiran de la manga, gritando: "¡Ahora yo!¡Venga!¡Me toca a mí!". Tengo que elegir. Y en cuanto ya he elegido, el resto calla durante diez meses o un año, hasta que llego al final de una historia y el clamor se reanuda.